Enero 1995:
Acaba de amanecer. Estoy en una quinta, en otro país. Todos duermen. Me siento en posición de yoga al borde de la piscina y cierro los ojos. Siento que el sol atraviesa mi cuerpo para desembocar en el agua. Se fueron todos mis fantasmas. Estoy llena de vida.
Enero 1995:
Llego a Amsterdam, tomo un tren y, en el centro de la ciudad, el frío y la variedad de personas que caminan por la calle me asombran y me fascinan. En el taxi rumbo al hotel me invade una sensación de poder y libertad indescriptibles.
Enero 1995:
Estoy en Highland y Bubeta duerme a Paloma en la mecedora mientras Mamama toma el té con Bruno en la casita de plástico. Yo observo a Carola sentada en el borde de la pileta encorvada y con las manos duras de medicación.
Enero 1995:
Es de noche, tarde y hace calor. No nos fuimos de vacaciones y no se por qué mi papá nos lleva a la costanera a pasear. Mi mamá le pide a mi papá que frene el auto. Baja. Se aleja. Nos insiste a lo lejos para que bajemos todos. Mi hermano sale corriendo a buscarla. Lo sigo y mi papá me sigue a mí. Todos nos quedamos hamacándonos y riéndonos. Les digo a todos que soy feliz. No paramos de reírnos.
Febrero 1995:
Mi mamá, mi tío y mi abuela deciden organizar un viaje a Mundo Marino. A punto de salir, mi madre no se siente bien, casi se suspende el paseo pero fuimos igual y es uno de los mejores días de mi vida.
Marzo 1995:
Salgo de la sala de profesores con el libro de clases y en el pasillo el inspector me presenta a un profesor practicante de terno impecable. No lo tomo mucho en cuenta, se me pide que lo acepte en mi clase de octavo. Sonrío y lo acepto, él me sigue y me pide el libro para ayudarme, se lo entrego y seguimos por el pasillo sonriendo al inesperado destino.
Marzo 1995:
Mi hermana llega a la final de un torneo internacional. Su participación dura tres minutos. Desde la tribuna, son los tres minutos más estresantes y tensos de todos los que había vivido. La medalla de oro es para ella, y la festejamos todos.
Abril 1995:
Pierdo el bebé que él no quiere. Me deja. Depresión.
Abril 1995:
Después de una larga y meditada planificación, me levanto alrededor de la medianoche para contarle a mi papá que le tengo miedo -pánico- a la muerte. Está mirando la tele y me manda inmediatamente a la cama.
Mayo 1995:
Levanta su cabeza y me mira con ojos oscuros, submarinos. Mueve la cara de lado a lado, lentamente, con el vaivén de un anciano y, no sé por qué, siento que, aunque él acaba de nacer, tiene las cosas más claras que yo.
Mayo 1995:
Sábado a la noche en el sótano de una obra en construcción. Función de «Tito Andrónico» para unas 20 personas. Los personajes están en un sauna y cada vez que muere uno violentamente, se siente un baldazo de agua contra la pared, simbolizando el derramamiento de sangre. Yo quedo fascinado por la experiencia.
Mayo 1995:
Participo de un sorteo por una bici roja en McDonald's. Voy con mi papá, hacen el sorteo y no gano. Soy la única niña presente. Volvemos a casa y estoy un poco triste. Al rato me llaman por teléfono para decirme que había ganado.
Mayo 1995:
Estoy sentado en el asiento de atrás del auto familiar, mi madre enseña a manejar a mi hermano mayor. Si no nos matamos todos en un choque fatal en la próxima esquina, mi madre se encargará de dejarnos sordos de los gritos que pega.
Junio 1995:
Recibo mi diagnóstico. Silencio. Siento la espada de Damocles sobre mi cabeza. Escucho. Afuera llueve. Desolación.
Junio 1995:
Me llevan en remís, después de la escuela, a la casa de unos primos. Uno de ellos se llama Facundo. Él tiene muchos hermanos. Mi hermana y yo jugamos ahí. En un momento él me dice que yo estoy en su casa porque se murió mi abuelo y yo le digo que ya lo sé.
Julio 1995:
El cerro Manquehue está nevado en la punta, con lo que te gustaba mirarlo, papá. No hay una gota de smog sobre Santiago esta mañana en la que fuiste a morir. Más bien, kilómetros de cielo raso y ese silencio que entra como vendaval, el frío que raspa la garganta, también. Cuento una hora, dos horas, tres horas, el tiempo no se detiene.
Julio 1995:
Mi padre está muerto. Tiene uno de los tiros en la frente, fueron cinco. Lo veo en el cajón. Mi abuela me da unas gotas calmantes.
Julio 1995:
Me quedé sin dinero para el bus. Mi amiga y yo fingimos ser unas vendedoras de vacaciones recreativas para no pagar el pasaje. No podemos hablar de la risa.
Julio 1995:
Después de estar dos años y medio en Estados Unidos estudiando, mi hermana y mi madre deciden que debo volver. Estoy pololeando con un gringo, quedé seleccionada para el Instituto de Tecnología de la Moda de Nueva York. Pero a mi hermana ya le estorbo, tiene un hijo, soy un gasto, no tengo cómo quedarme.
Julio 1995:
Agustín y Nuria nos acaban de decir que están embarazados. En nueve meses nacerá mi primer sobrino.
Agosto 1995:
Llego temprano a la escuela de teatro, no hay nadie. Entro en la sala, me siento en una de las butacas del centro y me quedo mirando el escenario vacío en semioscuridad.
Agosto 1995:
«A ver, ¿podemos ver tu medallita? Es para limpiarla» me dicen y se van las tres corriendo dejándome sola en la biblioteca de la escuela con una carta que explica que para poder incluir a Denise tuvieron que sacarme del grupo. Sólo teníamos 4 medallitas.
Agosto 1995:
Me voy un tiempo a EE.UU. Mientras merendamos en el jardín, mi papá me explica cómo funciona el aeropuerto. Después de hacer el «check in» y dejar el equipaje, tengo que pasar por un control de seguridad y luego por migraciones. Es muy importante que ubique la puerta por la que sale el avión y que no me aleje mucho. Yo anoto todo en una libreta.
Agosto 1995:
Camino con mi madre en el metro y cruzo los andenes por un paso subterráneo. Mi mamá saluda muy animada a una persona que dice que debo conocer.
Septiembre 1995:
Golpeo a mi hermano en la nariz e inmediatamente me acuerdo de su enfermedad en la sangre. Sangra. Me doy cuenta de que es la persona que más quiero y lloro.
Septiembre 1995:
Me fascina esa mujer, conecto enseguida con ella a pesar de que no tengo nada que ofrecer, basta un chapurreo en francés y la casualidad de haber visitado su primera exposición en España. Louise Bourgeois, Fundación Tàpies, 1990.
Septiembre 1995:
Tomo mi primera lección de piano. Estoy muy emocionada pero también en extremo nerviosa porque el profesor es mi tío y la familia de mi papá tiene una fuerte tradición musical. Al colocar las manos en el instrumento siento una fascinación enorme: acabo de descubrir una de mis grandes pasiones.
Septiembre 1995:
Estoy con mis amigas del barrio jugando en los techos de los edificios. Saltamos de una azotea a la otra. Yo soy la más chica del grupo. Empieza a llover y ningún adulto sabe dónde estamos. Estamos haciendo algo prohibido. Nos mojamos y yo me enfermo.
Octubre 1995:
Después de un almuerzo familiar, un día domingo, el padrastro de la pareja de mi hermana, un italiano de 55 años, se me acerca y me dice: «Tú no hablas mucho. Eso es bueno, quien habla menos escucha más».
Octubre 1995:
Me han salido sarpullidos. Me llaman «cara de mermelada».
Octubre 1995:
Cumplo seis años internada en el sanatorio porque tengo una infección en el pulmón. Viene a visitarme la prima de mi mamá y yo le digo que se vaya. Hace más de un mes que estoy en este lugar. Me desespera pasar tanto tiempo acostada en una cama gigante. Me siento triste y enojada pero no entiendo por qué.
Diciembre 1995:
Actúo por primera vez en un teatro importante del conurbano. Siento una alegría inmensa, y a la vez temor.
Diciembre 1995:
Inscribo en el registro civil a mi hija Emiliana, que nació hace dos días. Al hacerlo adopto también a Renata, la hija de mi pareja.