Septiembre 1973:
Tengo seis años y estoy caminando rumbo al colegio. Es primavera. Un ruido ensordecedor, desconocido, inaugural, captura mi atención desde el cielo. Poco más tarde, el palacio de La Moneda comienza a arder bombardeado por los Hawker Hunter, con el prometeico presidente Allende dentro. Noviembre 1975:
Por el tronco de un árbol veo un desfile de hormigas. Me emociona la belleza de esta silente expresión de la vida y la posibilidad de intentar seleccionar y organizar las palabras para testimoniarlo. Sentado sobre el pasto escribo un poema, el primero. Febrero 1980:
Con mi hermano Mauricio atravesamos el bosque rumbo a la cabaña en la que pasamos nuestras vacaciones familiares. Hacemos la ruta por primera vez solos. Mis padres están en el hospital a causa de una ola mal capeada. Cae la noche. Los cuentos infantiles y los monstruos se transforman en una amenaza latente. Una fogata, a lo lejos, nos permite a mi hermano y a mí recuperar el aliento. Septiembre 1983:
En un monasterio trapense ubicado en los cerros cercanos a La Dehesa me contacto con una forma de vida reveladora. La mirada límpida y los sublimes cantos de los monjes, que se inician a las tres de la madrugada, me hacen pensar con seriedad que quizás la vocación sacerdotal sea mi camino. Febrero 1984:
Luego de una jornada de música de protesta en el mítico Café del Cerro, en Bellavista, mi amiga Cecilia –que vive en las afueras de la ciudad– se queda conmigo en la casa de mis padres. Mi despertar sexual se ha iniciado. Febrero 1986:
He sido seleccionado para realizar el servicio militar en una de las ciudades más australes del mundo: Punta Arenas. Me dirijo al cantón de Puente Alto. Llevo una carta de un sacerdote que habla de mi latente vocación. Gracias a esa carta, y quizás a mi performance de ojos perrunos, quedo exento de la obligación. Al salir, reproduzco la escena final de la película «Expreso de Medianoche». Febrero 1987:
Visto sandalias de cuero café y llevo un bolso de lana rojo. Calle Morandé 750. Escuela de Teatro de la Universidad de Chile. Ingreso como estudiante de actuación al mundo del teatro. Octubre 1988:
En familia contemplamos expectantes la televisión. Todo el país lo hace, debatiéndose entre la esperanza y el escepticismo. Esta noche se entregan los cómputos del plebiscito que divide a Chile entre el Sí y el No. Pasan las horas y las cifras no aparecen. En la madrugada un general de la Dictadura adelanta el resultado: «Tengo bastante claro que ha ganado el No». Nuestra alegría es desbordante. Diciembre 1993:
La obra «Los Monstruos» recibe todos los premios en el Festival de las Nuevas Tendencias Teatrales, en la sala Agustín Siré. La dirección teatral se consolida como mi modo de expresión definitivo. Enero 1998:
«1,2,3,4,5,6,7,8,9 y 10; están todos». Acaba de nacer Sofía, mi hija, y en una pieza contigua a la sala de partos, una enfermera ha seguido el protocolo de rigor. Diez dedos en las manos y diez dedos en los pies. Se inicia en mí un proceso de transformación y aprendizaje.