Febrero 1980:
Estoy de vacaciones en la casa de mis abuelos maternos en San Bernardo. Mis dos hermanos y yo estamos en la cima del médano al lado de la casa. El sol aprieta y mi hermano grita: «Fuera abajo». Me empuja y ruedo desde lo alto. Cuando me levanto, estoy todo raspado y lleno de abrojos. Enero 1986:
Me encuentro con amigos para jugar a la pelota en el baldío debajo del edificio. La cancha está ocupada por otra barrita de amigos que nos tiran piedras. Me agacho y junto las mías para defenderme, pero cuando levanto la vista, una de las piedras me da de lleno en la ceja, me corta y sangro. Vuelvo a casa y mi abuela me mira con terror. Saca su pañuelo para limpiar la sangre, tiene cara de querer matarme... Julio 1991:
Estoy en la casa fúnebre donde velan a mi abuela. Está nublado y mi papá se baja de un auto. Se enteró de lo sucedido y acaba de llegar de su viaje. Hasta ahora yo no había tenido tiempo para llorar. Cuando entra lo veo quebrarse en llantos y solo entonces me permito llorar sin vergüenza. Su dolor es mío. Septiembre 1992:
Es temprano y estoy solo en mi habitación. Todos duermen menos yo. Escucho atentamente la radio. Están sorteando quién hace el servicio militar obligatorio. Llegan las tres últimas cifras de mi documento, número de sorteo 818. Digo para mis adentros: «Número alto y capicúa, entré. ¡Me quiero morir!» Siento que acabo de perder un año de mi vida. Diciembre 1994:
El médico alza la placa con las imágenes de mi columna seccionada con el tomógrafo. «Bien, si no hubo mejoría después de un año, y ya tenemos algo de denervación, vamos entonces a operar. Sos joven, tenés buen pronóstico de recuperación». Mi vieja está a mi lado, no me atrevo a mirarla, estoy seguro de que está más pálida que yo. El cirujano me habla del canal medular, apófisis y cuerpos esponjosos... Marzo 1997:
Ella es ocho años mayor y la hermana de mi jefa. No nos conocemos, pero me saluda con un beso en la boca. La invito a salir y nos encontramos en la puerta del teatro. Sonríe, lleva los labios pintados y un sombrero rojo de pana algo atemporal. Nos sentamos y disfrutamos de «La Tempestad» de Shakespeare. Rozo su mano, entrelazamos nuestros dedos, siento electricidad recorrer todo mi cuerpo. Diciembre 2002:
La puerta de la calle está abierta y entro a la casa. Camino unos pasos y me doy cuenta de que es la adecuada. La miro a ella, asiento con la cabeza y apenas moviendo la boca, sin producir casi sonido alguno, le digo: «Es ésta». Marzo 2003:
Mis viejos se asoman a la puerta, entran a la habitación de la maternidad donde estoy con mi mujer y mi hijo recién nacido. Los ojos de mi viejo se llenan de lágrimas al ver a su primer nieto. Esas lágrimas me hacen sonreír, soy feliz. Febrero 2007:
«Venite ya, está con trabajo de parto» —dice mi vieja. Tomo un taxi para ir a buscarla y cuando llego a casa ya está preparada con el bolso. Mi otro hijo se queda con los abuelos y llora porque quiere venir con nosotros. Llegamos a la maternidad, pone un pie en la vereda y al pararse rompe bolsa. Una gran cantidad de líquido se derrama en la calle. Octubre 2016:
«Nunca hice terapia, no estoy muy seguro qué hago acá», le digo a Eduardo, ese completo extraño de unos 65 años, calvo y de mirada pervertida, que está frente a mí al otro lado del escritorio. Acabo de convertirlo en mi primer analista y no tengo mucho interés en contarle mis miserias.