Marzo 1971:
Estreno un jersey de abanicos. Estoy sentada en el tranco de la puerta aunque mi madre insiste en que entre en casa. No puedo porque tengo que esperar a que llegue mi padre y me vea tan guapa. Noviembre 1985:
Un día logrado: un broche gótico, un concierto punk, un poema, él y los sueños. Junio 1986:
Estoy en el examen para sacarme el carnet de conducir. He oído que al volante se ha de sentir el coche como una prolongación de uno mismo; tiemblo porque me aterroriza conducir. Abril 1989:
Veo el Partenón y se me quitan las ganas de llorar. Junio 1991:
Estoy sentada en un bar con nueve personas y me pregunto: «¿Pero qué hago yo aquí rodeada de falsos amigos? Este lío no me compensa por mucho que me interese ese chico». Septiembre 1995:
Me fascina esa mujer, conecto enseguida con ella a pesar de que no tengo nada que ofrecer, basta un chapurreo en francés y la casualidad de haber visitado su primera exposición en España. Louise Bourgeois, Fundación Tàpies, 1990. Mayo 2000:
Acabo de leer «En busca del tiempo perdido» y me siento huérfana. Abril 2002:
Me alejo 2000 kilómetros para ver el problema muy pequeñito. Emprendo un cambio de vida. Noviembre 2002:
Estoy con Ana tomando un café en el trabajo. Le digo que la película «Dolls» me ha dejado sin habla todo el fin de semana. Pedro, al que apenas conozco, me dice que es mejor que veamos películas de amor y lujo que él nos puede prestar. No me doy cuenta, pero me está haciendo una propuesta de vida. Agosto 2016:
Me regalan una tarjeta muy oriental. El año que viene Candelilla y yo cumpliremos diez y 50 años. Siempre he querido ir a Japón y ya sé con quién voy. El verdadero regalo es él, aquel Pedro de 2002.